“Quien
se convierte en animal, se libra del dolor de ser hombre.”
Dr.
Johnson.
Una tarde de 196... Un
bar de carretera en un punto indeterminado entre San Francisco y San
José. Parroquianos habituales y viajeros de paso comparten ficciones
y pesares entre whiskys y cervezas al ritmo de Rave On.
Despacio, procedente del exterior, un sordo gruñido se desliza entre
la música, el humo y las risas. Apenas un rumor, crece y crece hasta
convertirse en un feroz rugido. Un silencio tenso recorre la
estancia. Comprometida con el instante la música cesa y la máquina
de discos interrumpe su girar en un oportuno cambio de canción.
Las miradas están ahora
fijas en la puerta donde cinco siluetas se recortan. Una mezcla de
temor, repugnancia y admiración se apodera de los presentes.
Pantalones grasientos, chaquetas de cuero y calaveras aladas a la
espalda. Los recién llegados se encaminan a la barra cuando In my time of Diying de Bob Dylan comienza a sonar. Lentamente la
atmósfera se recupera y las conversaciones se reanudan. Desde un
oscuro rincón un joven continúa con su mirada fija en los
motoristas. Siente una extraña fascinación por ellos, casi respeto,
a pesar de su desastroso aspecto. Secretamente sueña con ser uno de
ellos, un sujeto con el valor de seguir sus propias reglas, de
prescindir de intermediarios. Alguien protegido por su pertenencia,
sin condiciones, más allá de toda consideración moral.
Podría tratarse de
cualquier bar en un punto indeterminado de una carretera californiana
en 1965 o de cualquier otro lugar. En este instante fuera del tiempo
y el espacio siempre hay unos ojos observando y un alma que lucha
contra una absurda guerra o combate un incierto futuro. A ritmo de
psicodelia y LSD o a golpe de metanfetamina, en ese instante y en ese
lugar, esos ojos anhelan ser uno de esos individuos. Demasiado a
menudo ignorantes e incomprendidos, siempre fracasados pero con el
indudable valor de sacar sus cabezas de la masa informe y vivir al
margen. Ellos son los antihéroes de la historia moderna, sólo otros
de sus muchos perdedores. Incapaces de triunfar pero con el instinto
suficiente para reconocer su fracaso y buscar una ruta alternativa,
lejos de convencionalismos.
Cuenta Hunter S.
Thompson que el final de la época dorada de los motoristas forajidos
llegó cuando su éxito publicitario les hizo conscientes del mundo
que les rodeaba. Políticamente conservadores y socialmente racistas,
no lucharon por nada y siempre pelearon contra todo. Defendiéndose
de su propio fracaso, ellos, al menos, tuvieron el valor o la
inconsciencia de intentar trazar su camino.
Anthony Patch.
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